EL MUSEO DE ARTE ABSTRACTO DE CUENCA



En Julio de 1966 se inauguró el Museo de Arte Arte Abstracto Español de Cuenca, cuyas obras se empezaron en 1963, pero la idea se empezó a fraguar a finales de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Cuarenta años de una trayectoria totalmente afortunada y que con el tiempo se ha convertido en uno de los museos españoles más coherentes en sus planteamientos, en el que podemos apreciar una colección de pintura homogénea y de gran calidad donde están representadas todas las vertientes de la pintura abstracta española de los años cincuenta.


Si hacemos uso de nuestra memoria y sobre todo de nuestra imaginación, e intentamos recrear la Cuenca de finales de las años cincuenta y principio de los sesenta y no sólo Cuenca sino la España de aquellos años, podemos decir, que en aquel entorno, iniciar una aventura como la que supuso la creación de un museo de pintura abstracta podía ser considerada como un gran atrevimiento, una osadía, una locura o si el proyecto saliese bien, como fue el caso, un extraño milagro.


Pero nada de eso pensaríamos si conociésemos en profundidad al personaje que fraguó la idea, impulso la aventura y coleccionó, con verdadera fe, esa pintura abstracta española como fue Fernando Zóbel. En él se daba, como Juan Manuel Bonet define muy certeramente en el catálogo de la exposición “El Grupo de Cuenca”, la singularidad de aunar en su persona un altísimo nivel intelectual, una gran exigencia critica, y una generosa disposición para transmitir, con toda naturalidad, al que se acercaba, un saber orientado, razonado, fundamentado en una innata capacidad de detectar la excelencia y en un conocimiento profundo, y no netamente libresco, de cultura plural, inasible, contradictoria por naturaleza”. Pero bien es verdad que para llevar a buen puerto una iniciativa cultural de estas características que transformó la vida socio/cultural de una ciudad y fue ejemplo de realización de un museo a nivel nacional e internacional, tuvieron que darse una serie de circunstancias que confluyeron en aquél entonces.


Por un lado, Fernando Zóbel, pintor español nacido en Filipinas, y con una educación adquirida entre España, Suiza y Filipinas, para terminarla en la Universidad de Harvard, estudiando Filosofía y Letras. Universidad que dejó una profunda huella en el —y un gran sentido de exigencia, critica, y superación—, en uno de sus asiduos viajes a España, donde siempre buscaba un acercamiento a sus raíces y a su cultura y el poder mantener un contacto fluido con el mundo artístico que se estaba desarrollando en nuestro país, descubre, en 1955, y en una pequeña galería (Galería Fernando Fe) una exposición de pintura abstracta donde había obras de Luis Feito, Saura, Chillida, Tapies, etc. Dándose inmediata cuenta de la vitalidad y la calidad de la obra allí expuesta. Este descubrimiento, aparentemente fortuito, marcaría en adelante su trayectoria artística, vital y humana.


Fernando Zóbel , en estos años, trabajaba en Manila en el grupo de empresas de su familia, a la vez que impartía clases de caligrafía oriental en la Universidad de Santo Tomás y se levantaba dos horas antes intentando conseguir tener tiempo para pintar antes de ir a su trabajo. Emmanuel Torres en el catálogo del Museo de Ayala de Manila nos describe un poco esta época de Fernando: Los que asistían a sus conferencias se maravillaban de la energía que tenía cuando daba una clase, después de haber pasado horas en la oficina detrás de una mesa como socio director-gerente del prestigioso negocio de su familia, Ayala y Cia.. El siempre contestaba con una sonrisa y una respuesta de rigor, creo que sentía estas clases como un gran alivio porque lo alejaban de sus asuntos puramente comerciales. Y la prueba es que nunca faltó a ninguna de ellas.Y aunque, con mucho trabajo podía pintar y participaba activamente en la vida cultural de Filipinas, no era este el sitio mas idóneo, en ese momento, para desarrollar su carrera de pintor y todo el empuje creativo que llevaba dentro.


Por todo ello, después de este descubrimiento de la pintura abstracta española, inicia una serie de amistades con el propio Luis Feito, al que le compró un cuadro en esa exposición, Rafael Canogar y Antonio Lorenzo, alimentada en los años siguientes con una profusa correspondencia y sus ya continuos viajes a España, donde iría conociendo a Gerardo Rueda, Sempere, Abel Martín, Manolo Millares, Saura etc., etc... Entablando una gran amistad, sobre todo, con Gerardo Rueda y Antonio Lorenzo, e identificándose completamente con esta generación de pintores, hasta el punto que en el año 1958 instala su domicilio, temporalmente, en la calle Velázquez 98 de Madrid, compartiendo estudio con Gerardo Rueda.Y en 1959 expone individualmente en la Galería Biosca de Madrid, muy arropado ya por compañeros de generación. Durante estos años, Zóbel a su vez, ha ido comprado obras de todos ellos y en 1962, en su todavía pequeña colección ya hay nombres como Saura, Rueda, Feito, Canogar, Antonio Lorenzo, y a finales de ese año, también figuraría Gustavo Torner, que posteriormente tendría un papel decisivo en la instalación del Museo.


“Entusiasmado por la categoría de la obra abstracta de mis compañeros y viendo con pesar que los mejores ejemplares de este tipo de manifestación artística se marchaban al extranjero, me puse a coleccionar cuadros, esculturas, dibujos y grabados, hasta que me surgió el deber moral de enseñarlo al público”. En aquellos años, bien es verdad que los pintores abstractos españoles atraían la atención del mundo artístico internacional y obtenían reconocimientos en las bienales de fuera de nuestras fronteras, mientras que en España apenas eran reconocidos, salvo raras excepciones como la que nos ocupa, por lo que no era muy descabellado que Zóbel, —que reunía las posibilidades de poder hacerlo, la exigencia critica, una generosidad innata, el empuje y la capacidad intelectual y cultural y, también, esa pequeña dosis de pragmatismo necesario que debe de existir detrás de las grandes ideas—, empezase a sentir, a principios de los años sesenta, el deber moral de enseñar esos cuadros que con tanta fe y pasión fue coleccionando.

En muchas y largas conversaciones con Gerardo Rueda y Antonio Lorenzo fue fraguando la idea de museo y su posible ubicación. Madrid podría ser uno de los sitios pero pronto se descartó, ya que encontrar un caserón en Madrid que reuniese ciertas características era una tarea difícil y sobre todo muy costosa que podía ir en detrimento de la colección o de nuevas adquisiciones —Zóbel tenia siempre muy claro que lo importante eran los cuadros y que un Museo se creaba con una buena colección, después ya vendría el edificio o la casa que lo albergase— por lo que se pensó, en aquél momento, que quizás el sitio ideal podría ser Toledo, teniendo en cuenta la cercanía de Madrid y la cantidad de turistas que visitaban esa ciudad. Tanto Fernando Zóbel como Gerardo Rueda y Antonio Lorenzo se dedicaron a visitar la ciudad, en diversas ocasiones, buscando el sitio adecuado donde poder colgar la colección, pero sin resultados satisfactorios. A pesar de ello en Fernando Zóbel nunca cundió el desánimo, muy tenaz, cuando creía firmemente en sus proyectos, escribió en uno de sus diarios, intuitivamente quizás, pero sabiendo muy bien lo que quería: Nos está costando trabajo encontrar la casa, pero estoy seguro que cuando la vea la reconoceré.


A partir de estos momentos empiezan a surgir y a confluir en el tiempo esa serie de circunstancias a las que me refería en un principio.


Por otro lado en una cena en la que coincidían, entre otros, Fernando Zóbel, Antonio Lorenzo, Eusebio Sempere, Abel Martín y Gustavo Torner. Sempere le pregunta a Zóbel como iba el proyecto del Museo y este le responde que sigue sin encontrar la casa adecuada. Gustavo Torner, desconocedor hasta entonces del proyecto, se interesa por él y rápidamente piensa en Cuenca, su ciudad, como sitio para realizarlo, invitando a su vez a Zóbel y a este grupo de pintores a visitarla. De esta forma empezaron a reunirse esa serie de coincidencias, que de alguna manera facilitaron la realización de una empresa tan inusitada en aquella época. El Alcalde de Cuenca, era por entonces D. Rodrigo Lozano de la Fuente, pariente próximo de Gustavo Torner y como Teniente de Alcalde, ejercía, D. Fernando Nicolás Isasa, ingeniero de montes, compañero de profesión de Torner. Y fue precisamente a éste último, Nicolás Isasa, al que se le ocurrió el sitio de las Casas Colgadas, que en ese preciso momento se estaban restaurando, pero sin tener claro un destino definitivo. Cuando Zóbel vio el edificio enseguida lo “reconoció”, por lo que no hubo que convencerlo, ni que animarlo, enseguida se dió cuenta de las magnificas posibilidades que podía tener para su proyecto las Casas Colgadas de Cuenca, poco se sabe del edificio, que data del s. XV, y que en alguna época albergaron las Casas Consistoriales del municipio. También se dio cuenta, enseguida, que con estos caserones, su proyecto acababa de subir un peldaño, pues se trataba de un edificio emblemático que representaba a toda una ciudad, un edificio que constituía en si una de las imágenes más hermosas y difundidas de la geografía española.


Y si se fueron dando todas estas series de avatares afortunados no lo fue menos que el alcalde de la ciudad, en aquellos años, tuviese el valor de dejar emprender una tarea de este tipo y que no solo no pusiese inconvenientes o desconfiase del proyecto, sino todo lo contrario, como decía siempre el propio Zóbel, refiriéndose a él: “Nos dió toda clase facilidades, nos puso un paraguas para protegernos de todos los temas burocráticos que pudiesen surgir y que de hecho surgían y nos dejo trabajar libremente en el proyecto”. Un proyecto que en aquella España gris, del principio de los sesenta y más aún, en una ciudad del centro de Castilla, pudiese haber sido tachado de trasgresor y que representaba una pintura que rompía con todas las reglas existentes, antiacadémica y totalmente fuera de la órbita cultural establecida, llevado todo esto al ámbito del pensamiento podía suponer un total desafió a las normas y regimenes establecidos.Y así fue como esta tarea, en la que también tuvieron que intervenir los representantes de la ciudad y algunas autoridades de la época, transcurrió con una calma y una naturalidad fuera de lo común para lo que en aquel tiempo pudiese haber significado.


Con el préstamo de este incomparable sitio para ubicar la colección, el proyecto de Zóbel se convirtió, un poco, en tarea colectiva, siempre organizada y supervisada por él. Del concepto arquitectónico y espacial del museo, se encargo Gustavo Torner, que hizo una gran labor con un respeto total hacia el propio edificio, recuperando los espacios primitivos y conservando restos auténticos de las originales Casas Colgadas, ayudado por los arquitectos municipales Francisco León Meler y Fernando Barja, de la iluminación y enmarcajes Gerardo Rueda, mientras que de la colección, criterio y organización se ocupaba Fernando Zóbel, siempre con su carácter aglutinador, aunque todos ayudaban en todo, y a veces estas funciones se compartían, así como los continuos diálogos y conversaciones sobre el tema y que se extendían también a Antonio Lorenzo y Eusebio Sempere. Todos los cuadros fueron comprados y elegidos directamente por Zóbel, sin admitir nunca ninguna donación que le pudiese mermar su libertad y criterio. Tres años duraron las obras de adaptación, y casi un año se tardó en colgar la colección, buscando en todo momento que cada cuadro tuviese su propio ámbito de contemplación dentro del espacio más adecuado, y con una iluminación individualizada.

Y si con naturalidad discurrieron las obras de restauración y adaptación, con la misma naturalidad se alojaron los cuadros en el museo y en el entorno conquense. Desde un principio se dió una integración total entre el espacio interior y el exterior, entre los cuadros, las esculturas, el edificio y la geografía rocosa que se contempla. Quizás no tenga más secreto que la belleza y magia del paisaje conquense y la calidad de la obra expuesta.

El Museo contaba entonces con un centenar de pinturas, 14 esculturas, y unos doscientos ejemplares entre dibujos y grabados, pero por razones de espacio, en aquellos primeros años, sólo se podían contemplar unas cuarenta obras expuestas, por lo que la exhibición de los cuadros tenía un carácter rotativo. En ellos estaban representados, de una manera homogénea todas las tendencias del arte abstracto de los años 50, así como todos los componentes de los dos movimientos mas significativos y radicales del momento como fueron “El Paso”y ”Dau al Set”. Pocas veces se ha dado el caso en España, más acostumbrada a las individualidades, de surgir toda una generación de pintores, de tan alta calidad, que tuviesen un peso y una influencia tan directa en el discurrir de nuestro panorama artístico. Convirtiéndose el Museo desde entonces y hasta la creación del Centro de Arte Reina Sofía, en el único lugar donde se podía contemplar de una manera coherente una parte de nuestro arte más reciente en un espacio soñado. Y todo ello por una inteligente y generosa iniciativa privada.

En 1977, y siendo director Pablo López de Osaba, se inicia la acertada ampliación del Museo con un edificio anexo, que triplicaba la capacidad del mismo. Diseñado por Gustavo Torner, con la ayuda del arquitecto municipal Fernando Barja, y concebido enteramente para espacio museístico, con menos ventanales hacia el exterior pero perfectamente integrado con el edificio primitivo, teniendo, además, la virtud de ocupar un espacio desangelado y de difícil solución urbanística, cerrando la plaza que da acceso al Museo de una manera elegante y noble, con una fachada renacentista, salvada de un palacio en ruinas que se desmoronaba en un pequeño pueblo próximo a Cuenca.


No podemos olvidar, al hablar del Museo de Cuenca, de la fructífera labor realizada en el campo de la obra gráfica y su difusión. Fernando Zóbel, gran apasionado del universo del libro y del grabado, la universidad de Harvard le nombró Conservador Honorario de Libros raros y Manuscritos, creo un departamento de artes gráficas, por donde pasaron grabadores como Antonio Lorenzo, que dió clases durante dos o tres veranos, serígrafos artesanales como Abel Martín, diseñadores y tipógrafos de la categoría de Ricard Giralt Miracle y sus discípulos Jaime y Jorge Blassi, etc., etc... Realizando y diseñando desde las propias entradas o tickets del museo, hasta postales, reproducciones y carteles, así como continuas y cuidadas ediciones de grabados, serigrafías y litografías de los pintores representados en la colección. Hay que tener en cuenta que en los años sesenta apenas existía la difusión de obra gráfica, eran escasos los especialistas y no había galería cualificadas en la materia, como abundan ahora, por lo que en aquel momento fue casi una autentica novedad el poder acceder directamente a la obra gráfica original de pintores abstractos. El Museo de Cuenca se convertía así, también, en pionero en la difusión de esta clase de obra en aquellos años sesenta.

Pero si en algo tuvo y tiene su verdadero valor, tanto en lo intelectual como en lo artístico, la aventura de Fernando Zóbel, fue el apostar por una generación de pintores todavía no contrastados, con sus carreras incipientes en aquel entonces, pero dándose cuenta que todos ellos tenían ya una obra con la suficiente calidad para poder exhibirla dignamente y albergarla en un Museo llenando desde un principio y afortunadamente el vacío y las carencias de la cultura oficial. Por lo que no es de extrañar que, --al igual que supo ver la categoría de la obra de sus compañeros de generación--, a mediados y finales de los años setenta empezase ya a preocuparse y a pensar muy seriamente por su futuro, por el modo y manera de conseguir, no solo la permanencia, sino la continuidad de este proyecto, conservando su carácter vivo y experimental. Muchas fueron las soluciones que se pensaron, y aunque, Fernando Zóbel, nunca puso ninguna clase de condicionamientos a la donación de su colección, deseaba, en el fondo, que no se disgregase y si fuera posible que permaneciese en Cuenca, y sobre todo que no pasase a personas o entidades para las que pudiera suponer una carga o no ser afín sus actividades con el desarrollo del Museo. Y una vez más volvió a acertar en sus planteamientos donando su colección a otra entidad privada, la Fundación Juan March, pues según Zóbel: (...) esta coincidía bastante claramente con nuestras intenciones y contaba con la libertad de criterio, la organización y la fuerza económica para ampliar, enriquecer, y proyectar hacia un futuro el desarrollo vital del Museo. Dándose el caso, por primera vez en España, que una colección privada, afamada y prestigiada, era donada a otra institución privada como era y es la Fundación Juan March, que desde su creación había obtenido ya una trayectoria brillante en el desarrollo y difusión de las artes plásticas contemporáneas en España, a través de sus magnificas exposiciones, salvando otro vacío oficial, su colección, similar a la del museo, y sus programas de ayudas y becas para la creación artística. Fernando Zóbel traspaso el testigo de su Museo y de su colección a la Fundación Juan March, pero no sin antes haber dejado una profunda huella en él, su propia impronta, que era siempre esa continua búsqueda del orden, la armonía y el equilibrio en todos sus proyectos y que también se ve reflejada en su pintura.


Rafael Pérez-Madero

Septiembre, 2006