PINTURA


Rafael Pérez-Madero

Es difícil hablar de la obra de Fernando Zóbel sin hacer mención a las muchas actividades por él realizadas a lo largo de su vida, y a las circunstancias que concurrieron en su persona: pintor español nacido en Filipinas, que cursó estudios de bachillerato entre España, Suiza y Filipinas, y de Filosofía y letras en la Universidad de Harvard, donde se doctoró con la calificación de magna cum laude. Viajero impenitente, entre Europa, América y Oriente, con una clara vocación de crear corrientes y unir culturas, además de las múltiples facetas que concurren en su personalidad y que fueron desarrolladas por él a lo largo de su vida: historiador, mecenas, profesor de Universidad, bibliófilo, coleccionista, creador y fundador del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Actividades, todas ellas, dotadas de una gran carga intelectual, que moldearon su extraordinaria personalidad, y que no supusieron nunca una dispersión de la persona, como pudiera haber ocurrido, sino que todas ellas estaban unidas bajo el denominador común de su gran vocación: la pintura.


Todos sus impulsos de pintor convivían, en un perfecto equilibrio, con esa educación intelectual y esas actividades que marcaron su personalidad y, sobre todo, su estilo, una impronta propia de hacer las cosas, una armonía entre la idea, la realización y los resultados con que sellaba todos sus proyectos. Una continua búsqueda del orden y del equilibrio que se proyectaba directamente en su pintura.


Con todos estos antecedentes nos encontramos ante un pintor abstracto, pero con unos estudios, una técnica, unos procedimientos y unos materiales que le hacen concebir y realizar la obra de una manera clásica:


“Mi proceso es clásico, es el proceso de apunte-dibujo-boceto-cuadro. El apunte pretende recordar una idea. El dibujo intenta fijarla. El boceto es un ensayo de realización. Es un proceso de eliminación, de ir eliminando distracciones. El cuadro pretende ser la realización lo más clara posible de la idea inicial” (1).


Francisco Calvo Serraller, en su texto para el catálogo de la exposición “Zóbel”, organizada por la Fundación March, inmediatamente después del fallecimiento del pintor, lo resumía muy claramente:


“Este simple esquema de composición pictórica, que aparentemente solo refleja la aplicación mecánica de un método académico de taller, encierra, sin embargo, toda la compleja sabiduría que transformó las artes plásticas en una disciplina humanística”.


En donde evidentemente hay, por parte del artista, un trabajo de reflexión, investigación y método.


Como es natural y, por todo ello, también se desprende que Fernando Zóbel fue un gran dibujante, de trazo suelto, rápido y con una capacidad de síntesis fuera de lo común. Su cabeza era un autentico laboratorio mental a la hora de transformar la realidad vista a esa otra realidad del dibujo vivo y sentido.


El estilo evocativo y directo de su pintura no nos deja ver, a veces, ese trabajo de elaboración intelectual que hay detrás de su obra, pero si observamos sus dibujos, podemos comprobar que nada hay de improvisación o de azar en su trabajo. Todo está ensayado, una y mil veces, antes de llegar al lienzo.


1949-1954


En 1949, después de terminar sus estudios en Harvard, decide continuar en Boston, comenzando a trabajar en el Departamento de Artes Gráficas del Harvard College Library. A la vez toma contacto con pintores de esta ciudad, decidido a recibir seriamente clases de pintura y dibujo —hasta este momento todos sus dibujos y cuadros obedecían a una vocación e inclinación autodidacta—, lo cual hizo de la mano de Reed Champion y Jim Pfeufer, un matrimonio de pintores que, a la larga, se convertirían en grandes amigos, y a la vez le sirvió para introducirse en el ambiente pictórico de Boston, donde también traba una gran amistad con el pintor Hyman Bloom.


Esta etapa de aprendizaje y estudio es una de las épocas más versátiles del pintor. Su continua curiosidad y su gran sensibilidad hacían que el entorno, las circunstancias, los lugares e incluso las personas influyeran de una manera u otra en su trabajo, cambiando de estilos y temas con suma facilidad. Todo lo que aprendía y veía, lo ensayaba una y otra vez con diferentes resultados, pero aún en esta época de inicio, refleja ya su propio estilo, su propia personalidad.


No es de extrañar, por tanto, que estos años de Boston su pintura estuviera influida por el llamado expresionismo de la Escuela de Boston: cuadros de paisajes basados principalmente en el color, colores casi puros, con el dibujo muy marcado. Obras muy expresionistas y fuertes, pero, en cambio, llenas de lirismo, en donde ya se reflejaba la inquietud por encontrar un lenguaje propio mas vivo y más abierto.


En sus viajes a Filipinas, y, sobre todo, cuando se instala en Manila en 1952, su pintura cambia drásticamente. El entorno y el medio le siguen influyendo y hace durante un tiempo toda una serie de dibujos y cuadros, mas dibujos, diría yo, basados en un costumbrismo filipino, en el que aparecen personajes, lugares y usos de la época, un tanto irónicos y con cierta crítica social, pero con mucho sentido del humor, convirtiendo esa crítica, hasta en los dibujos mas satíricos, en una leve sonrisa por parte del espectador.


En esta época encontramos una serie de obras, influidas también en gran medida por quien fue uno de sus pintores favoritos, Matisse. Se trata de obras muy marcadas por el dibujo, el cromatismo y el juego de las relaciones en el espacio, trazando las perspectivas y a la vez rompiéndolas con el color, superponiendo los planos en el cuadro y jugando con lo que se acerca y se aleja dentro de la obra, tratándolo todo de forma ambigua, sobre todo cuando pinta interiores con ventanas al exterior, en donde lo de dentro y lo de fuera adquieren la misma importancia.


Pero lo que si podemos apreciar de manera muy clara en estas primeras etapas del pintor, y a pesar de su aprendizaje academicista, es la búsqueda constante de una pintura más nueva, más audaz y menos rígida que los cánones aprendidos.













SAETAS


Fernando Zóbel, después de descubrir la pintura de Rothko, —pintura que la abre las puertas definitivamente hacia la abstracción—, de vivir "in situ” la eclosión del informalismo americano, y de interesarse por las obras expresionista de Pollock, Kooning, y Franz Kline, entra en un periodo de búsqueda y tanteos, intentando incorporar su obra a las nuevas y válidas propuestas de una pintura sin figuración.


Hacia 1957, empieza una serie de obras tituladas “Saetas”, en las cuales descubre y encuentra el camino de su propio lenguaje basándose en la velocidad y el movimiento de la línea y dejándose influir por la cultura oriental:


“La serie Saetas estaba inspirada en los jardines de arena japoneses. Todas aquellas líneas meticulosamente dibujadas con el rastrillo trasmiten un efecto inquietante” (*).


Esta influencia oriental se pone, claramente, de manifiesto a través de la línea, el espacio y el gesto.


También en el gestualismo podemos encontrar referencias a Kline, pero Zóbel se aleja del dramatismo expresionista, para basar su pintura en la desnudez de la línea y el movimiento sugerido a través de esos trazos, que cruzan el espacio y se entremezclan en el cuadro. Con ello consigue ese efecto vibrante e inquietante de los jardines japoneses y a la vez nos hace sentir la misma calma y el sosiego que éstos transmiten.


Pero si importante es la línea, e importante es ya su concepción abstracta de la pintura, no lo es menos la técnica que emplea. Y aunque Rothko nunca tuvo una influencia directa sobre su obra, sí que la tuvo intelectualmente a la hora de concebir una nueva manera, una rotunda posibilidad de hacer pintura sin figuración, y también, —cosa que ha pasado casi desapercibida—, sí que tuvo una influencia en cuanto a la aplicación de la técnica. Observando la profundidad que adquirían las manchas de color, esos rojos profundos, los negros llenos de silencio, y esa terminación, a veces, aterciopelada que Rothko (1) conseguía a base de capas y capas de pintura –-bien es verdad que Rothko no se limitó solamente a este tipo de técnica sino, bajo las mismas premisas, también investigó los materiales de la preparación de sus lienzos, observado los diferentes aspectos cromáticos que podía conseguir—.


Zóbel, intentó aplicar ese tipo de técnica, pero sin resultados claros —en un principio—, y es precisamente en estas “Saetas” con color, en donde podemos observar una o varias capas de pintura, que hacen vibrar los colores bajo la mancha de color principal o definitiva sobre las que discurren las líneas.


Con el tiempo, esta técnica de añadir y superponer capas de pintura, para conseguir unos resultados más densos y profundos, que no es, ni mas menos, que la manera clásica de pintar por veladuras, la fue dominando y perfeccionando. La mayoría de su obra pictórica, posterior, está basada en esta técnica clásica. (1)

























La Serie Negra


“Trascurridos casi dos años me fui dando cuenta de que mi empleo del color era bastante arbitrario, (...). Cualquier combinación de dos colores, siempre que tuviera cierta vibración, me podía servir. Pienso que en la obra de arte lo que no resulta necesario sobra, incluso distrae, debilita y estorba. Poco a poco fui eliminando color hasta quedarme con trazos negros sobre un fondo blanco” (1)


Estamos concretamente en el año 1959, año en que el pintor da un giro en su obra, finalizando “Las Saetas” y comenzando lo que ya todos reconocemos como “La Serie Negra”, en donde, el pintor, no se limita solamente a expresarse a través de unas líneas desnudas que nos sugerían movimiento y vibración, y un levísimo eco de su caligrafía.


En esta nueva etapa, continuando con sus mismos métodos y técnicas, y utilizando el blanco como espacio expresivo dentro del cuadro se pone ya de manifiesto la huella de su mano en el lienzo, adquiriendo más importancia su propia caligrafía, que, junto con los barridos de brocha seca sobre las líneas negras, más densas y más rotundas, la obra adquiere, además de movimiento, velocidad, —velocidad sugerida y velocidad en la ejecución—, así como también dirección, espacio, luz y con todo ello el volumen y la escala.


Pero en la pintura de Fernando Zóbel, eminentemente mental, nada surge aleatoriamente o por azar. Es a partir de 1958 cuando convergen unas circunstancias que van propiciando este cambio en su lenguaje pictórico. Por un lado, a finales de ese año, conoce más a fondo el informalismo abstracto español, el grupo “El Paso” y la pintura expresionista, de blancos y negros, que en esos momentos hacían Millares, Saura, Canogar e incluso el propio Feíto. Por otro lado, participa en una serie de excavaciones arqueológicas chinas en la península filipina de Calatagan que acrecientan y acentúan su interés por esta cultura, volviendo a tomar clases de caligrafía oriental, disciplina que poco después llegaría a enseñar a través de su cátedra de Arte Oriental en la Universidad del Ateneo de Manila.


Zóbel asimila en su pintura de una forma natural estos dos hechos, estos nuevos conocimientos, enraizados en dos culturas lejanas y diferentes. Por un lado descubre a través del informalismo español las posibilidades de la pintura blanca y negra, pero se aleja de ese expresionismo más dramático y visceral que estaban haciendo, en ese momento, los ya mencionados Millares, Saura, Canogar y Feíto. Y, por otro lado, incorpora a su pintura el gesto, pero no el gesto informalista, sino el gesto caligráfico, pensado, meditado, buscado en el espacio a través del movimiento y de la forma, dejando los trazos de su mano en el lienzo y que de alguna manera puede tener relación, por la técnica y el uso del espacio con la caligrafía oriental:


“Creo que mi relación, como pintor, con la pintura oriental, aunque existe, no es tan importante como la gente cree. Veo varias razones que pueden inducir a ello: el haber nacido y vivido en Oriente, el haber ocupado una cátedra de Historia de Arte Oriental y mi interés por todo aquello; también por el empleo del negro sobre el blanco (mis cuadros hubiesen resultado menos orientales para la critica si mis trazos hubiesen sido marrones, azules o amarillos) y también por el empleo de mucho fondo blanco para poner en valor un área relativamente pequeña pero muy intensa de grafismo negro”.(3)


Sin embargo es curioso que después de estas vivencia e influencias culturales tan lejanas la una de la otra, se decante por la pintura en blanco y negro, y empiece a cobrar importancia en su pintura, además del movimiento como hacía anteriormente, la velocidad sugerida en el dibujo, y la velocidad en la ejecución del mismo, así como el espacio y sobre todo el gesto caligráfico. Es a partir de estos años donde críticos e historiadores empiezan a señalar su influencia y relación con el Arte Oriental.


Quizá Zóbel, al haber estado muy familiarizado con este arte, el hecho de haberlo estudiado y enseñado, era poco consciente de esa posible huella, pero a ojos occidentales quedaba más patente esa relación. Una relación que también se pone de manifiesto en la contraposición de valores opuestos, de elementos contradictorios, el blanco y el negro, la quietud y la velocidad, la ingravidez y el espacio, y que nos acercan de alguna manera a la filosofía del yin y el yang, pero estos elementos contrarios también se complementan y en la búsqueda de ese equilibrio es donde halla Zóbel, en esta época de su pintura, el máximo de fuerza y expresividad.

























Años sesenta y setenta


Es a partir de 1963 cuando el pintor vuelve a sentir la necesidad del color y de agrandar su temática. Una etapa, al principio, un poco insegura y de tanteos, pero apoyándose en su misma técnica y método y en la que progresivamente va incorporando a sus cuadros escalas y perspectivas. En ese momento empieza a mirar la naturaleza como tema, y también como pretexto. En la mayoría de los cuadros de esta época, el paisaje es imaginario, tamizado una y otra vez, hasta convertirlo en una idea, en un recuerdo del mismo, en donde se establece un clima, un espacio irreal, en el cual, tanto el pintor como el espectador pueden encontrar su propia sensación


Hacia los años setenta, y ya mas familiarizado con la observación del paisaje, la naturaleza se convierte en eje principal de su obra, aunque solo sea como pretexto, como decía anteriormente, y Cuenca –en Zóbel siempre influía su entorno— adquiere un gran protagonismo en su pintura al encontrar una nueva manera de acometer su trabajo: sus famosas series, recogiendo, a su vez, su forma de trabajar anterior (serie “Saetas” y serie “Negra”). Todas las cuales tienen como base un tema especifico, que Zóbel desarrolla a través de numerosos lienzos, dibujos, bocetos y apuntes, incluso fotografías, hasta terminar, a veces, en un cuadro grande a modo de resumen, como ocurre en las series “El Júcar, “La Vista, “Las Orillas”, todas ellas basadas en paisajes y parajes conquenses.



































El júcar


Pero si todas esta sucesiones o ciclos de cuadros están basados en la pura abstracción de la naturaleza, no siempre al pintor le interesan las mismas cosas, ni ve el paisaje donde apoyarse de la misma manera.

En la primera de estas series: “El Júcar”, Zóbel se ve atraído por las relaciones de agua-vegetación-ritmos-espacios y el reto de la estructuración abstracta del paisaje sobre el lienzo, en donde los reflejos, las luces y la afinidad entre los colores adquieren gran importancia, así como los entramados lineales, que van marcando dimensiones, perspectivas y espacios.


Pero dentro de esa interrelación de colores, nos hace volver a pensar, de una manera más sutil, en sus influencias orientales. Él mismo nos explica: “Creo que esta influencia no se deja sentir en mi obra, (...), hasta que llegamos a la serie de El Júcar, y cuando se hace sentir, se nota menos por su aspecto, que por cierto modo de traducir fríos y cálidos a la gama rosa-verde en vez de emplear la formula occidental marrón-gris”. Con esta gama de colores y el tratamiento lirico del tema fluvial, Zóbel, nos vuelve a enseñar eso poso, o ese eco oriental en su pintura, que se acentúa aún más en la serie “Orillas”.


































Orillas


Si hacemos un salto hacia delante en el tiempo, y nos situamos en los años ochenta, aunque Zóbel vuelve sobre el mismo tema del río, esta vez llamándole “Orillas”, en esta nueva etapa se decanta, casi exclusivamente, por el color, todo son sensaciones cromáticas, apenas hay dibujos, tramas o perfiles. Los volúmenes, composiciones y movimientos, de estas pinturas, están conseguidos a través del color del agua y la observación de su continuo fluir, con un mínimo de recursos y un sentido poético más acusado.


En los años setenta, Zóbel, buscaba la incorporación del paisaje a su propio lenguaje a través de una estructura imaginaria. Nos pintaba las luces y las sombras y los reflejos. Nos evocaba el otoño o el verano y nos sugería levemente el paisaje sin que lo descriptivo formase parte de la composición del cuadro. Con las “Orillas”, en los años ochenta, —además del color—, parece como si únicamente quisiera atrapar en sus lienzos el continuo discurrir del río.


Pero entre estas dos épocas continúa trabajando e investigando en su propia pintura a través de otros dos procesos de cuadros: “La Vista” y la “Serie Blanca”.


































La Vista


Es, quizás, uno de los temas más observados y analizados, no más o menos trabajados que otros, pero si mas familiares y vividos, al tratarse de un paisaje que tenía siempre delante, pues era la vista que se podía contemplar desde las ventanas de su estudio de Cuenca y donde también podemos observar grandes cambios respecto a etapas anteriores.


Zóbel se vuelve a apoyar en la naturaleza, pero con otra mirada muy distinta y diríamos que hasta más comprometida con su concepción abstracta de la pintura. En esta nueva etapa, el paisaje empieza a ser tema y no solo pretexto. La composición de los cuadros está directamente relacionada con la del propio paisaje. Atrás deja el río, los reflejos y las relaciones de color, para adentrarnos, esta vez, en las masas pétreas y arbóreas de la naturaleza conquense, pero sintetizándolo todo al máximo, eliminando toda la distracción que el paisaje lleva consigo. En las obras de esta etapa podemos ir viendo claramente el proceso mental y la capacidad de síntesis del pintor que va convirtiendo la materialidad de las rocas, de los árboles y de las casas en un leve temblor sobre el lienzo en el que hasta el color desaparece, solamente apoyado en la propia composición del paisaje reducido a su mínima expresión.


Uno de los textos más didácticos y aclaratorios del desarrollo y elaboración de estos trabajos en torno a “La Vista” lo escribió Jose Hierro, con motivo de la exposición de esta serie en la Galeria Juana Mordó de Madrid:


Estamos en el ámbito de la pintura como “cosa mental”, en el mundo platónico de las ideas. Zóbel halla el embrión de su obra en la naturaleza. Pero necesita que esa materia bruta pierda su consistencia, su elementalidad geológica, para convertirse en un producto de la inteligencia asistida por la sensibilidad. Toda la búsqueda consiste en hallar una esencia que sea el “correlato objetivo” del paisaje visto, vuelto a ver, recorrido, soñado.


Zobel actúa con la serenidad de un químico que descompone una substancia en sus elementos simples, sus ....., sus reactivos están en su mente. Despliega sus herramientas de geometría para que el paisaje sea reordenado, sometido a secretos números áureos, convertido en fantasma de sí mismo. La búsqueda de la divina proporción se manifiesta a través de reticulados de líneas horizontales y verticales, oblicuas en ocasiones, que organizan las masas doradas e inmateriales en las que definitivamente se convertirá la realidad inicial.


El resultado final es un cuadro irreal, metafórico y lírico conseguido solo a través de blancos y grises. Dando entrada, a su vez, a mediados de los setenta, a otra de sus famosas series: La Serie Blanca

























Serie blanca


No se trata de un abandono del color para pintar en blanco y negro, se trata de ir rediciendo el color poco a poco hasta que no queden más que grises cálidos y grises fríos


Este nuevo giro que Zóbel da a su pintura agudiza el proceso mental del cual hay que hablar continuamente. Su pintura, si cabe, se hace más esquemática y analítica. Cuadros blancos con las vibraciones de los grises y negros. Cuadros más desnudos y sin ningún apoyo de color. Sin color pero con luz. Sin tiempo pero con espacio. Sin estructuras, casi sin apoyos pero en un perfecto equilibrio entre el blanco y el negro. Esta vez no se trata de un tema que se trabaja hasta el agotamiento, como en los ciclos anteriores. La temática incluso se hace más amplia, utiliza mas asuntos en que basarse, paisajes, bodegones, gestos, movimientos, luces, contrastes, etc., aunque esto solo es anécdota de la cual apenas queda huella. Se trata, esta vez, de conseguir lo máximo con el mínimo de recursos. Son cuadros emotivos, pero carecen del romanticismo de los años sesenta y posteriores; en cambio, podemos observar cómo, en esta serie de cuadros, se pone totalmente de manifiesto la armonía, la tranquilidad y el orden en su pintura:


Mi pintura siempre ha sido tranquila. Busco el orden en todo lo que me rodea. En el orden, en el sentido más amplio de la palabra, busco la razón de la belleza. Me impresionó, hace tiempo, que en el lenguaje japonés una sola palabra quería decir limpio y bello.




























Diálogos con la Pintura


Si hay un tema que Fernando Zóbel no abandona nunca, a lo largo de su vida, son los Diálogos con la Pintura. Como el mismo decía: soy una persona que paso mi vida entre libros y museos; su entorno, como ya hemos comentado en varias ocasiones, influía constantemente en la esponja que era su sensibilidad. Por todos los museos del mundo se paseaba con sus cuadernos de apuntes, sus lapiceros, y sus plumas de tinta china, tomando apuntes y haciendo interpretaciones de las obras de otros pintores. Una pintura culturalista, como la definió en una ocasión Antonio Bonet Correa. Estudios, dibujos y bocetos, que casi siempre terminaban en un cuadro. En estos trabajos, Zóbel, nos va revelando las claves de lo que le interesa en cada momento y de cada pintor. Unas veces se trata de composiciones totales, otras de fragmentos o detalles de una determinada obra, en todos nos va reflejando la atmósfera del cuadro a estudiar, resuelta siempre de una manera abstracta, pero con insinuaciones directas, más o menos figurativas, del tema tratado.


Uno de los pintores que más atrajo su atención, —como decíamos anteriormente—, y desde un principio, fue Matisse, de quien le interesa y recrea, a veces, la profundidad aparentemente plana, con las perspectivas rotas a través de colores fuertes que se viene al primer plano, creando un espacio ambiguo a los ojos del espectador.


Pero son muchos y por diferentes motivos los autores que le inducen a estos diálogos: Degas y Manet en relación al color, Turner y Monet por los estudios de escala de colores traducidos a escala de valores, en donde por medio del cromatismo se consigue profundidad y volúmenes que ultiman la composición del cuadro; Coorte, Vermeer y Saenredam por el espacio, las perspectivas y la composición geométrica; El gesto y el movimiento estudiado a través del renacimiento y barroco: Barocci, Tintoretto, Caravaggio, etc. Todos los cuadros resultantes de estos trabajos están precedidos, como ocurre con toda su obra, por innumerables estudios, bocetos y dibujos.


Como ejemplo hemos podido reunir en relación al cuadro El Triunfo del Cesar, unos estudios y bocetos basados en las obras que con el mismo título hicieron en su momento Mantegna y Rubens, donde ademas de observar y estudiar los elementos compositivos a base de geometrías, como en el caso de Mantegna, o los más nerviosos, coloristas y llenos de movimiento de Rubens, hay una intención de espíritu, una sensibilidad hacia el tema en el cual nos da también una opinión y un estado de ánimo. Mantegna se apoya en la composición geométrica, a base de círculos y triángulos, tratando el asunto de manera ceremoniosa y solemne con el Cesar entronizado en su carroza, mientras que Rubens, —en su copia e interpretación del trabajo de Mantegna—, prescinde de la composición geométrica y más dura del primero para imponer su estilo: serpenteante, nervioso, lleno de color y alegría. El Triunfo, Rubens, lo convierte en fiesta.


Fernando Zóbel al retomar este tema, intenta crear un clima irónico y lejano, totalmente opuesto a la fiesta de Rubens, y con un recuerdo a la composición geométrica de Mantegna, dándonos una visión un tanto triste y melancólica, recogiendo a la vez, en la parte derecha del cuadro y semiborrado, un poema del emperador Trajano escrito en su lecho de muerte, el famoso: Animula, vagula, blandula,


Pequeña alma, blanda, errante

Huésped y amiga del cuerpo

¿Dónde morarás ahora

Pálida, rígida, desnuda

Incapaz de jugar como antes...?


Según el propio Zóbel, nos quiso retransmitir esa melancolía del tiempo pasado, donde todo el esplendor del Imperio Romano ha quedado reducido a su historia y a sus propias ruinas:


Tristeza y nostalgia, (...), todo resulta remoto y frío. Se habla, (en el cuadro), como se habla de un difunto, en pasado, con voz bajita y con cierto emocionado respeto.(4)

























Años 80


Ya, en estos últimos años, Zóbel vuelve al color, pero esta vez de una forma más rotunda y directa.


Hemos hablado de Las Orillas, —hacia 1980— la serie sobre el tema del río perteneciente a esta época, en comparación con momentos anteriores y hemos destacado el consiguiente cambio en el uso del color, que utiliza de una manera mucho más activa. Con el resto de sus temas y de su obra ocurre lo mismo en esta última etapa, todo adquiere una mayor vitalidad cromática y en muchos de los casos desaparecen, las tramas, los perfiles, e incluso los dibujos de base; toda la composición y ritmo de los cuadros se basan únicamente en la manera de utilizar los colores. Zóbel abre un nuevo camino en su pintura, más suelto, más atrevido que en etapas anteriores, con menos ataduras y basado en la interrelación de los colores. Se adivinaba una nueva y valiente manera de acometer su trabajo. Precisamente, en 1984, fallece en Roma, a donde había ido a ver una exposición de pintores venecianos a los cuales les estaba dedicando una serie basada en el estudio del color.


A través de estas diferentes etapas, podemos observar el trabajo de investigación al que Zóbel sometía constantemente su obra, en un continuo dialogo consigo mismo, en un avanzar y retroceder, o mejor dicho, avanzando en círculos -como diría Francisco Calvo Serraller-, tras un proceso de selección en el que una pintura aparentemente evocativa e intuitiva se transforma en una pintura mental y analítica, filtrada de toda espontaneidad, donde el espacio es un campo de acción con un equilibrio siempre necesario e impuesto y el color, o el blanco y el negro esta utilizado con la misma exactitud con que el poeta utiliza las palabras.
















bibliografía

Parte de este articulo está basado en mi texto para el catálogo de la exposición en el Museo Reina Sofía de Madrid: ZOBEL , VV. AA, Museo Nacional Reina Sofía, Ediciones Aldeasa, Madrid, 2003


Pérez-Madero, Rafael: Zobel - La Serie Blanca, Ediciones Rayuela, Madrid, 1978


—Calvo Serraller, Francisco: Zobel: La razón de la belleza, catálogo de la exposición Zóbel, organizada por la Fundación Juan March y editado por la misma. Madrid, 1984